Crónica del turno de la enfermera que no viste de blanco

0
472

Por Julio Rodríguez, Periodista.

Ana ya no usa zapatos blancos y su uniforme blanco lo ha cambiado por uno con el cual sus pacientes nunca le conocerán. Su cuerpo está cubierto completamente con un traje especial y en el rostro solo se pueden ver sus ojos que, aunque pueden tener miedo, no lo expresan. Un día de estos sintió deseos de escribir después de un turno, agotada, desesperada o acaso denunciante. Tecleó en Facebook un mensaje que cientos lo hicieron suyos y compartieron.

Alzó sus brazos y sus manos enguantadas, mostrando todo su cuerpo cubierto con el equipo especial para atender pacientes con COVID-19, se fotografío y comenzó a escribir valientemente “Así pasamos entre 6 y 7 horas; y no podemos salir a tomar agua, ni ir al sanitario; ni podemos tocar el cabello o el rostro” y se mostró con el traje.

Ponerse esa indumentaria podría tardar entre 15 o 30 minutos y todo el protocolo que significa comenzar la jornada completa atendiendo a los pacientes que podrían contagiarla. Una jornada que luego de un corto tiempo comienza a inquietarla “después de 2 horas, ¡se siente sofocación y empieza a doler el tabique nasal y el área alrededor de la boca arde!! (sic) También se reseca la garganta o las fosas nasales; ¡llega un momento en el cual uno se marea! Por el Dióxido de carbono…” describe como se siente dentro del traje.

Siempre los trajes la han desafiado, como el que vistió el día que llegó al Seguro Social. En 1989 en medio de balas y re fuego de guerra. Era auxiliar de servicios. “Dios sabe lo que hace, me contrataron en una plaza de ordenanza y lo hice con dignidad y diligencia” porque un día las responsabilidades serían mayores. Empezó en la escuela de Formación del ISSS años después, en 1992. Estudio y trabajo. Se ganó el título de Auxiliar de Enfermería y el traje blanco de enfermera en 1994, que ha sido sudado una y otra vez. “el Señor me preparó para este tiempo” declara con envidiable fe.

Ha sido curtida en los afanes de las gasas, las pinzas, ha doblado rodillas cuando la muerte ha rondado a sus pacientes o ha estado al borde los nervios en una operación, pero el tiempo se ha encargado de equilibrar su pulso a la hora de ir al frente. De saber que se juega la vida para que otra persona viva. Ningún turno ha podido vencerla, los de ahora tampoco “serán la excepción” aclara.

El turno de Ana atendiendo pacientes con coronavirus, poco a poco va llegando a su final, despacio, y a las piernas ya les da igual uno o varios minutos parada, esperando deshacerse del traje que la ha protegido para que su tarea se haya realizado con los menos riesgos posibles y ese momento parece eterno, son 35 minutos para quitárselo, eternos minutos que también cobran factura, pero con la satisfacción del deber cumplido.

Sentada frente a su computadora Ana, rememora ese momento y lo describe así “y después, cuando uno se va a retirar el traje, ¡da ansiedad! ¡Por qué da miedo contaminarse! Y al salir, ¡una se siente desorientada!”

En la quietud de su hogar este ángel que ahora no vistió de blanco, después de haber estado alejada completamente del mundo vuelve a la realidad, en su camino de regreso a casa escucha sobre las discusiones en la Asamblea Legislativa; de gente que sin necesidad de salir de su casa ha sido detenida; que los empresarios discuten sobre la paralización de la economía, etc.

Ella no es política partidaria, pero ha visto de cerca el dolor y ha estado en la línea delgada de la vida y la muerte, queriendo arrebatarle salvadoreños al mortal virus, pero también ha sufrido con la burocracia y la actitud de los que, desde sus escritorios, detienen los recursos para que el personal de enfermería está protegido y para que su vida no esté en peligro.

Por eso días atrás salió a las calles para denunciar la falta de recursos y condiciones para tratar pacientes con COVID-19. También porque a pesar de lo duro que significa usar el traje, éstos equipos y otros de protección personal no les falten a sus compañeros, los que van donde no cualquiera se atreve, esos que pasan más tiempo con los pacientes, más que los mismos médicos.

Por eso reflexiona para sí y lo comparte con muchos “ya quisiera yo que los de la Asamblea Legislativa o los de CAMARASAL se pusieran este equipo (el traje de enfermería para atender pacientes con COVID-19) y de verdad trabajaran…o que se lo pongan quienes no dejan de salir de sus casas solo por capricho. Para que asimilen lo que significa el Corona Virus…y talvez (sic) así colaboren y hagan caso”

Uno se pregunta ¿Qué es esto, una denuncia, una catarsis o una declaración de honor a la vocación? ¿Qué le da fuerza esta mujer? Y ella aclara la duda “la fe en Dios es lo que nos hace seguir adelante a todos nosotros del área de Salud es el deseo de ver que cada paciente, se recupere, que no fallezca…y que vuelva a su hogar con su familia”, así como ella quiere volver sin ser mal vista, rechazada y menos echada de su hogar, como les ha pasado algunas enfermeras, por ir donde otros no quieren o no pueden estar, a la par de los que necesitan ser atendidos, de los que reflejan el rostro de Jesús.

Y como una voz que clama en el desierto dice una y otra vez “Por favor, no salgan de casa ¡Ayúdennos con eso…! El debate está abierto en su muro, pero no es debate es una avalancha de apoyos, abrazos, denuncias y exigencias. Eso sí es una catarsis de ciudadanos que bendicen a hombres y mujeres como Ana Lilian Campos, que han dicho presente con fe y actitud frente a la emergencia.

San Salvador, abril 2020.

Una colaboración de julio Rodríguez para Diario Libre