“Gracias y adiós…”

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Pasaditas las 08:00 horas sonó el teléfono móvil. Recién terminaba de desayunar. Estaba por salir a su trabajo. Contestó inmediatamente, pues la llamada era de la oficina.

Saludo y mensaje. “Por decisión administrativa le comunico que hasta hoy requerimos de sus servicios”, dijo la voz que transformó en sentido contrario los buenos días que irónicamente acababa de desearle. Las razones eran discutibles, pero la suerte estaba echada. La noticia recibida tenía varios rostros, eso ya no importaba. Era una discusión innecesaria.

A Nelson lo llamaron a recursos humanos. Pensó que, si llegaba rápido, escucharía solo él la noticia menos esperada en el día de su profesión. Dos deseos matutinos no cumplidos, había varios con miradas húmedas y la comunicación fue directa. “Firme por favor. Aquí está su cheque”, dijo la asistente, a quien se le dibujó una sonrisa sin alegría. Las lágrimas se resistían a salir de los ojos de Nelson, pero un mortal “gracias” después de más de 15 años de servicio provocó que estas mojaran sus mejillas.

Una mujer embarazada junto a otras, entre 20 y 45 años de edad, se apostó a la entrada de la fábrica textil. Todas habían sido advertidas de su despido. En esta maquila ya no se fabricará ropa y tampoco sueños para nuestros hijos, se lamentaban. “¡No despidos!” pregonaban bajo el incandescente sol a pesar de ser invierno que, de lluvioso, solo tenía las lágrimas que caían de los ojos de los frustrados rostros de 175 mujeres.

Un amigo envía por WhatsApp un video. Un tropical cuarteto musical deambula por una solitaria playa en la zona del puerto de La Libertad, en la costa salvadoreña. Colgados al hombro de los trovadores una guitarra, un requinto, un bajo y una trompeta, guardan un silencio que suena más alto que las olas gritando desesperadas por veraneantes que tienen prohibido venir. Un litro de jugo, que simula un almuerzo, se convierte en cuatro sorbos y una desesperada melodía que no suena, porque no hay quien la pague.

La canción de dolor que sí suena fuerte es la pandemia que no solo está matando gente por falta de recursos médicos o políticos enfermos de poder, sino, también, condena a una muerte lenta a otros que no tienen tos, ni fiebre, pero sí les duele la cabeza de pensar cómo llevar el alimento a casa y sienten que se ahogan porque el corazón está cansado de latir sin ser escuchado.

Así tampoco son escuchadas, para renegociar su salario o sus condiciones laborales, las personas despedidas. Los patronos deberían, en tiempos de coronavirus, buscar entonar una canción colectiva, en la que todos deban asumir costos y aportar soluciones innovadoras, hasta donde sea posible, buscando una relación ganar-ganar como un acto de solidaridad de todos.

Los que ostentan, hoy por hoy, el poder de cualquier tipo, deben saber que en el oficio de la Fe nadie puede despedirte, apartarte y dejarte sin posibilidades, porque, aunque sea pequeño e insignificante para muchos, cuando lo conoces y lo haces bien, se mueven montañas, se abren puertas y se saca a pasear la creatividad.

Pues a los que creen, el Señor les exhorta: “No recuerden lo que pasó antes ni piensen en el pasado. Fíjense, voy a hacer algo nuevo. Eso es lo que está pasando ahora. ¿No se dan cuenta? Haré un camino en el desierto y ríos en tierra desolada” (Isaías 43: 16-21).

Entonces al “gracias y adiós”, le sigue el “bienvenido al milagro de algo insólito”, créelo con fe y actitud.

Por Julio Rodríguez