Ver, oír y escribir (En el “Día del Periodista”)

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Siempre al volver del Instituto le llevé el periódico vespertino a un insaciable lector que solo alcanzó el tercer grado de estudios, a mi viejo Arnulfo, mi abuelo. Un albañil bien informado, que construía sus propias opiniones, decía lo que pensaba, aunque fuera en contra de sus preferencias políticas.

Su forma de devorar periódicos, su afilado oído para estar atento a las noticias de radio, la búsqueda de versiones periodísticas – escuchaba clandestinamente las estaciones rebeldes – y cuando decidía ver de pie los telenoticieros, su cuerpo expresaba enojo, alegría o complacencia con inconscientes movimientos de sus pies, manos o muecas en el rostro.

Un apasionado de los buenos periodistas, los que se preocupaban por la verdad, por eso el que no calificaba, lo censuraba a su manera, con un florido lenguaje no publicable.

Por él se me volvió hábito leer 45 minutos el periódico de la tarde, ese tiempo se tardaba el autobús desde el centro de la capital al municipio donde residíamos, el vespertino traía los hechos de la violencia política de la época, los editoriales claramente definidos por un bando, la versión oficial de los reportes de guerra.

Al llegar a casa, encontraba al viejo pegado al radiotransmisor con bajo volumen, escondido en un rincón de la casa, su cigarro, una taza de café e invitándome a escuchar la otra versión de los hechos. Él me inspiró a ser periodista.

Al graduarme de bachiller no dudé en inscribirme en la carrera de periodismo de la Universidad, para trabajar con la palabra, que cambia vidas, que ánima a creer, que ordena los pensamientos y que conduce a la acción, en fin, que se vuelve militante de la vida y denuncia la injusticia humana y reivindica la divina.

Estar en primera línea nos permite a los periodistas ser testigos de lo peor y lo mejor de los seres humanos; hablar del dolor; verle el rostro a la alegría; fotografiar el delirio del triunfo; temblar de rabia, a veces con o sin miedo frente a la muerte. Rara vez alguien pierde la sensibilidad y los que lo hacen o temen caer en eso toman otro camino.

En mi caso, aprendí de dos sencillos hombres el valor de la palabra, uno de ellos, mi viejo, quien a pesar de sus pocos estudios me enseñó cosas vitales para sobrevivir en un mundo difícil; y el otro, es periodista de buenas noticias, en las que, con la misma fuerza que denuncia la injusticia, también anuncia las respuestas esenciales, que deben informarse.

Noticia es un destructor temporal, también debe serlo un amanecer; lo es un delincuente condenado, pero igual debe ser si éste se rehabilita; si un enfermo de COVID-19 muere, debe hablarse del que sanó milagrosamente, un hijo que vuelve a casa, un drogadicto reinventado, toda noticia tiene varios rostros de una misma problemática. Es un oficio, sin duda, en el que la palabra escrita o pronunciada, puede cambiar la historia de la gente para bien o para mal, odiar o perdonar, para creer o dejar de hacerlo. Menudo reto en este tiempo para los que decimos llamarnos periodistas

El Maestro, periodista por excelencia, dijo “la verdad os hará libres” y hay tantas formas de decirla y escribirla, pues solo es cuestión de creatividad y de que, quien tenga oídos y ojos; escuche, lea y vea, como mi viejo.

Por Julio Rodríguez, periodistacristiano@gmail.com